Eran 6:00 de la mañana de un lunes cualquiera en el año 2005, la temperatura de mi cama está en su punto perfecto, la noche se hizo corta y el cansancio acumulado hace mella en mis deseos de descansar. Era parte de mi rutina mañanera sufrir de aquel terrible tormento cada día.
Con un horrible estruendo, como si se tratara del lanzamiento de un misil nuclear, aquel despertador da el primer grito de guerra, rápidamente y todavía dormido, golpeo ágilmente aquel infernal aparato. En menos de un parpadeo nuevamente se siguen escuchando los alaridos nefastos como perros de caza en medio de la acción. Nuevamente el despertador entra en acción, como enemigo declarado de mi felicidad, me recuerda que son las 6:10 am y que debo comenzar mi rutina cavernícola para ir a trabajar.
Cada mañana la misma escena, cada mañana la misma promesa, “esta noche me acostaré más temprano”. El despertador y yo éramos enemigos públicos que todas las mañanas se enfrentaba conociendo de antemano al ganador. No era su culpa, él cumplía su labor, y cada noche era yo quien programaba el momento exacto en que debía comenzar mi suplicio.
No parecería nada salido de otro mundo, cada mañana millones de personas bailan la misma coreografía una y otra vez, es parte de las repetidas acciones que conllevan la rutina de la vida.
Para aquellos años, yo recién cumplía 23 vueltas alrededor del sol, ya contaba con la fortuna de disfrutar de algunos años de laborar y repetir cada mañana la misma tortura. Y no me mal interpretes, realmente necesitaba hacerlo. Provenía de una familia de clase media como las que hoy poco a poco comienzan a desaparecer.
Decidí a una muy corta edad y de la manera menos preparada posible estudiar la carrera de Ingeniería en Sistemas, basado en los consejos repetidos sobre la situación del mercado laboral, la astucia de mi asesor vocacional y el desespero familiar tratando de ayudarme con las mejores intenciones.
No era que no disfrutara de la decisión que había tomado, pero muchas veces me preguntaba si a los 16 o 17 años tiene uno la suficiente inteligencia y experiencia de vida para decidir qué quiere hacer en los años que le quedan por delante. Me incliné por una ingeniería, ya que me gustaban las matemáticas y las computadoras. no parecía una mala decisión; con una mente llena de sueños me embarqué durante casi 4 años a la Universidad con la meta clara de convertirme en un profesional y de esta manera poder alcanzar cada uno de esos anhelos que construí durante largas noches en mi adolescencia.
Entre mis metas estaba: conducir un carro del año, tener un lindo apartamento, viajar por el mundo, ser un reconocido profesional y ayudar a mi familia. Eran algunos de aquellos sueños ilusos que mi mente cargaba durante mis tiempos académicos. Pero déjame contarte un poco de mi experiencia laboral.
No pasaron muchos meses de estudios universitarios cuando comencé a desear incorporarme a la fuerza de trabajo. La carrera estaba avanzada, así que decidí arrancar mi vida profesional. La oferta para un estudiante de mi recorrido no era mucha, así que cualquier opción laboral sonaba maravillosa a los 19 años impulsado principalmente por mis ganas de poseer algún capital para gastar o salir con alguna chica linda, se convirtieron en mis motivadores.
Luego de varias entrevistas mal logradas comencé a trabajar para un pequeña empresa extranjera en el desarrollo de aplicaciones virtuales para juegos de casino gracias a un buen amigo. Era mi primer trabajo y era algo muy emocionante. Cada noche programaba mi despertador y el entusiasmo era tanto que muchas veces ni siquiera era necesario su accionar, porque rápidamente estaba listo para un día más de trabajo.